Un pequeño texto de Roland Barthtes, lectura placentera que permite comprender algo sobre el sentido y los signos.
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Un vestido, un automóvil, un plato cocinado, un gesto, una película cinematográfica,
una música, una imagen publicitaria, un mobiliario, un titular de diario, he
ahí objetos en apariencia totalmente heteróclitos.
¿Qué pueden tener en común? Por lo menos esto: son todos signos. Cuando
voy por la calle –o por la vida- y encuentro estos objetos, les aplico a todos,
sin darme cuenta, una misma actividad, que es la de cierta lectura: el hombre moderno, el hombre
de las ciudades, pasa su tiempo leyendo. Lee, ante todo y sobre todo, imágenes,
gestos, comportamientos: este automóvil me comunica el status social de su propietario,
esta indumentaria me dice con exactitud la dosis de conformismo, o de
excentricidad, de su portador, este aperitivo (whisky, pernod, o vino blanco) el estilo de vida de mi anfitrión. Aun
cuando se trata de un texto escrito, siempre nos es dado leer un segundo
mensaje entre las líneas del primero: si leo en grandes titulares “Pablo VI tiene miedo”, esto
quiere decir también: “Si usted
lee lo que sigue, sabrá por qué”.
Todas estas “lecturas” son muy importantes en nuestra vida, implican demasiados
valores sociales, morales, ideológicos, para que una reflexión sistemática
pueda dejar de intentar tomarlos en consideración: esta reflexión es la que,
por el momento al menos, llamamos semiología ¿Ciencia de los mensajes
sociales? ¿De los mensajes culturales? ¿De las informaciones de
segundo grado? ¿Captación de todo lo que es “teatro” en el mundo, desde la pompa
eclesiástica hasta el corte de pelo de los Beatles, desde el pijama de noche
hasta las vicisitudes de la política internacional? Poco importa por el momento
la diversidad o fluctuación de las definiciones. Lo que importa es poder someter
a un principio de clasificación una asa enorme de hechos en apariencia
anárquicos, y la significación es la que suministra este principio: junto a las
diversas determinaciones (económicas, históricas, psicológicas) hay que prever
ahora una nueva cualidad del hecho: el sentido.
El mundo está lleno de signos, pero estos signos no tienen todos
la bella simplicidad de las letras del alfabeto, de las señales del código vial
o de los uniformes militares: son infinitamente más complejos y sutiles. La mayor
parte de las veces los tomamos por informaciones “naturales”; se encuentra una
ametralladora checoslovaca en manos de un rebelde congoleño: hay aquí una
información incuestionable; sin embargo, en la misma medida en que uno no
recuerda al mismo tiempo el número de armas estadounidenses que están
utilizando los defensores del gobierno, la información se convierte
en un segundo signo ostenta una
elección política.
Descifrar los signos del mundo quiere decir siempre luchar contra cierta
inocencia de los objetos. Comprendemos el francés tan “naturalmente”, que jamás
se nos ocurre la idea de que la lengua francesa es un sistema muy complicado y
muy poco “natural” de signos y de reglas: de la misma manera es necesaria una
sacudida incesante de la observación para adaptarse no al contenido de los
mensajes sino a su hechura: dicho brevemente: el semiólogo, como el lingüista,
debe entrar en la “cocina del sentido”.
Esto constituye una empresa inmensa. ¿Por qué? Porque un sentido nunca
puede analizarse de manera aislada. Si establezco el blue -jean es el
signo de cierto dandismo adolescente, o el puchero, fotografiado por una
revista de lujo, el de una rusticidad bastante teatral, y si llego a multiplicar
estas equivalencias para constituir listas de signos como las columnas de un
diccionario, no habré descubierto nada nuevo. Los signos están constituidos por
diferencias.
Al comienzo del proyecto semiológico se pensó que la tarea principal era,
según la fórmula de Saussure, estudiar la vida de los signos en el seno de la
vida social, y por consiguiente reconstituir los sistemas semánticos de objetos
(vestuario, alimento, imágenes, rituales, protocolos, músicas, etcétera). Esto
está por hacer. Pero al avanzar en este proyecto, ya inmenso, la
semiología encuentra nuevas tareas: por ejemplo, estudiar esta misteriosa
operación mediante la cual un mensaje cualquiera se impregna de un segundo
sentido, difuso, en general ideológico, al que se denomina “sentido connotado”:
si leo en un diario el titular siguiente: “En Bombay reina una atmósfera
de fervor que no excluye ni el lujo ni el triunfalismo”, recibo ciertamente una
información literal sobre la atmósfera del Congreso Eucarístico, pero percibo
también una frase estereotipo, formada por un sutil balance denegaciones que me remite a una especie de visión
equilibrada del mundo; estos fenómenos son constantes; ahora es preciso
estudiarlos ampliamente con todos los recursos de la lingüística.
Si las tareas de la semiología crecen incesantemente es porque de hecho
nosotros descubrimos cada vez más la importancia y la extensión de la
significación en el mundo; la significación se convierte en la manera de pensar
del mundo moderno, un poco como el “hecho” constituyó anteriormente la unidad
de reflexión de la ciencia positiva.
Le Nouvel Observateur,
10 de diciembre de 1964.
Reeditado en su libro “La aventura semiológica”